martes, 23 de julio de 2013

La triste historia del conejo.

Eran casi las diez y se hacía tarde para llegar a la fiesta. Los gatos eran buenos organizando fiestas, aun en la inmudicia de su desorden,. Era raro que un conejo asistiera a las celebraciones felinas, pero a estos últimos no parecía importarles. Siempre había sido amigo de muchos de ellos.
Ese día festejaban algo relacionado al lugar donde vivian, un convivio más bien local. Como sea, cualquier pretexto era bueno para  emborracharse y perder la conciencia una noche de sábado de septiembre. Y a los gatos parecía fascinarles esa idea. Igual al conejo, que alegre se le unía.

Se puso en marcha. Le habían avisado que se juntarían en la choza de un desconocido, esta vez no le tomo importancia. Encontrándose después otros tres amigos unas casas antes, para que lo guiaran.
El lugar parecía familiar, pero a la vez le erizaba el pelaje. No gustaba de estar en ese sitio.

De inmediato llegaron más felinos y comenzaron a beber.  Unos vestían con colores típicos del pueblo. «Que cosa más estúpida» pensó.
Aburrido, se alejo a un lugar solitario para seguir bebiendo. Solo escuchaba las tontas pláticas de los demás, al mismo tiempo que pensaba en lo detestable que era estar en tal lugar con gatos detestables, pues esa noche, hasta los animales que él conocía parecían ser odiosos.

Las horas pasaron. Luego, a lo lejos escucho que alguien había sugerido ir a otro sitio. Al parecer, la localidad tenía varias opciones. Desde fiestas privadas, hasta una que se celebraba en el centro de la ciudad para los menos afortunados que no tenían a un lugar en especial a donde ir.
Después de un rato de discusión decidieron ir a un lugar conocido por muchos, en especial para el conejo. Esa idea le agrado. Agradecido, se puso en marcha con los demás. Hasta entonces había perdido la cuenta de que tanto había tomado, pues parecía ser mucho,  pero no se sentía distinto.

Al llegar, se vio en casa, pues después de todo, lo era para él. Alegre, siguió bebiendo.
La noche se hacía más vieja, tanto que dio a luz a la madrugada. No había notado que habían llegado más gatos a la casa. Y fue entonces que sucedió.
De entre todas las felinas centro su atención en una en particular. Una gatuna con un poderoso resplandor azul, casi cegador.  Era música andante para sus ojos. Belleza espeluznante para sus largas orejas. De inmediato detecto un olor familiar pero no sabía el por qué. Quizá ya la había visto antes. Sin temor; supuso, a causa del alcohol, se acercó.

-Hola
-Hola. -Contesto ella devolviéndole el saludo por cortesía.
-Creó conocerte…
-¿Ah, sí?
-Sí, pero te recuerdo con un pelaje más corto.
-Sí, eso era antes de dejarlo crecer.

El conejo cayó en cuenta. Había visto a aquella hermosa fiereza azul donde solía recoger zanahorias para el invierno. Se creyó torpe al no recordarla con facilidad, pues ese día también había enazulado su mente, más porque su pelaje le recordaba a una musa amarilla a la que solía cantarle hacia mucho, solo que ella era color cielo, color mar y la musa color sol.

-Sí, eres tú. Te había visto por el lago, solía recoger zanahorias cerca de ahí para invierno.
-Wow… no recuerdo haberte visto
-Da igual, yo si te recuerdo muy bien. En especial por tu pelaje, me recordabas a alguien.
-¿Ah, sí?, ¿a quién?
-No importa, aun así se te ve muy bien así como lo tienes - Contestó el conejo haciendo muy obvia su coquetería barata.

La madrugada siguió, al igual que la charla. Noto además en los demás gatos masculinos le envidiaban, pues después de todo, que demonios era lo que hacía un conejo tratando de cortejar a una de ellos. No le importó, ya que prosiguió sin detenerse.
La envidia no era para menos. La luz que emanaba era muy atractiva. Y hacia el llamado de cualquiera.

El conejo de naturaleza curiosa comenzó a analizarla, observo en ella una profunda timidez, la cual escondía con un extroversión falsa muy moderada, cual defensa. Ayudada por el alcohol.
Para entonces había entendido que la fuerza de su luz servía para encantar y deslumbrar a los ingenuos que osaban mirarla solo superficialmente.  El conejo entendió su falso juego.

Más de cerca, vio sus ojos. Eran, incluso, más lindos que ella misma. Pero no solo bellos, lo primero que noto en ellos fue un rojo difuso y más al fondo un temeroso verde. Supo entonces lo triste de eso.
Se sintió contagiado por aquella oculta tristeza, aun mas porque sabía que solo ella y él estaban sintiéndola, los demás solo veían la superficie de aquel acto que se llevaba en las profundidades. Ella no tenía ni idea que el conejo estaba enterado de la falsedad de las cartas que estaba jugando.
Además de todo eso, estaba la aparición de un nuevo color. Uno que nunca había visto, ni sentido. Le recordaba al amarillo. También recordó que los demas le llamaban verde. Solo que este venia en empaque azul, marcado con sellos rojos de advertencia.

El conejo se sintió enfermo.

Incluso llego a pensar si tenía que ver con que estaba ebrio. Pero no era eso. Tenía total conciencia de lo que estaba pasando, algo que no podía hacer cuando se perdia en una borrachera.
¿Qué significaba aquel nuevo color?, ¿Por qué le causaba tal sensación?

Ya era muy tarde y el animalejo azul se despidió. La concentración en torno al verde lo había distraído de algo que no había notado.  La felina había permanecido firme en el hecho de no ceder a las insinuaciones de aquel atrevido conejo. Y, al partir, entendió que no había logrado nada con ella. Esto aun lo confundió más.

Estaba ahí. Más solo que cuando llegó. Ebrio. Enfermo de una enfermedad a la que todos llamaban verde. Y todo por una falsa gata azul, que escondía un verdadero rojo detrás de una cascada de luz.

El conejo enloqueció. El conejo enfermó de mixomatosis. Se volvio Gris.

El conejo murió.

En el epitafio de su tumba se apreciaba:
 «Amarillo y Azul hacen Verde. Cuidado con el Rojo.».